EL VALLE DEL PARAÍSO
Prólogo de libro "Valparaíso Gráfico", de Rodrigo Gómez Rovira, editado por Midia, que será lanzado mañana jueves 29, a las 18.15 horas, en el Zócalo del Centro de Extensión del CNCA, en Plaza Sotomayor, en Valparaíso.
¿Cuántos mundos caben dentro de Valparaíso?
Hay un Valparaíso de postal, del que hemos tratado de escapar en este libro, suficientemente retratado y documentado ya en numerosas publicaciones.
Hay un Valparaíso de una belleza épica, que para los conquistadores españoles fue el “Valle del Paraíso”, con cerros jalonados de palmeras y una bahía hermosa –tal vez con demasiados indios, tío, pero nada que un poco de pólvora o una gripe no puedan arreglar, macho, que para eso vinimos a hacernos la América a este rincón alejado de la mano de Dios- que ha resistido maremotos, terremotos, guerras, bombardeos y naufragios. Hay medio millar de barcos hundidos en la bahía y debajo de las actuales calles del plan, melancólicos fantasmas de madera que han sido genialmente dibujados por Lukas.
Hay un Valparaíso de héroes porfiados, como Arturo Prat, que estando con fiebre se levanta de la cama, una noche de mayo de 1875, atraviesa la bahía en un pequeño bote durante un temporal, se lanza al mar y nada entre las olas para subir a bordo de la corbeta “Esmeralda”, donde, amarrado a un mástil, dirige las maniobras para evitar que se hunda, solamente porque todavía no les ha llegado la hora ni a él ni al buque, que se hundirá cuatro años después en Iquique, escalando inmediatamente hasta el top one de los episodios históricos nacionales, lo que mucho después hará que los restos de Prat regresen al puerto, engalanados con capilla ardiente, estatua, homenajes y desfiles incluidos, que perduran hasta hoy y que suelen ser seguidos, en forma marcial, sincronizada y gallarda, por multitudes de perros vagos que cada 21 de mayo marchan a ambos lados de los marinos.
Hay un Valparaíso que ha sido construido y deconstruido literariamente, por plumas privilegiadas como las de Mary Graham, Ruben Darío, Joaquín Edwards Bello y el mismísimo Pablo Neruda, quien alargó su casa de una manera casi orgánica hasta que, alcanzado el quinto piso, pudo conseguir lo que quería: darse el gusto de mirar el Océano Pacífico en toda su amplitud, emborrachar la mirada de azul y sentarse a escribir bien inspirado.
Hay un Valparaíso de picadas, mercados, bares, cafés, hoteles boutiques y restaurantes onderos, donde chilenos de piel morena emborrachan con pisco sour a turistas rubias, colorinas y morenas, esperando pacientemente el momento en que el alcohol les doblegará la voluntad, que en realidad ya venía doblegada desde el avión gracias a los mitos y estereotipos cinematográficos que existen sobre los amantes latinos.
Hay un Valparaíso de moteles y hoteles donde amantes improvisados se hacen promesas que nunca cumplirán y donde parejas con pocas probabilidades de trascender esperan pacientemente el amanecer sobre la bahía para conmoverse con la visión de la aurora, reservada a unos pocos, y luego vuelven a lo suyo, que es amarse hasta que el cuerpo pida una tregua. Hay un Valparaíso de parejas maduras, generalmente europeas, que no tienen problema en repetirse el viaje, de un año para otro, solamente para bailar tango sobre una terraza o mirar los fuegos artificiales la noche de Año Nuevo.
Hay un Valparaíso colisa, como lo llama el escritor Pedro Lemebel, aludiendo a aquellos amores gay, prohibidos, urgentes, que se consuman a la menor provocación, de pie si no queda otra posibilidad, es decir, “a la paraguaya”, en escaleras y cerros.
Hay un Valparaíso dark, ferozmente bohemio, de barrios chinos, casas de puta, con o sin 7 espejos, puticlubs, cabarets y tugurios varios, donde marineros de brazos tatuados llegan a desquitarse de los meses de aburrimiento que han pasado entre containers y tripulaciones cada vez menos numerosas, agrupadas bajo banderas de conveniencia en barcos que parecen edificios.
Hay un Valparaíso que es Patrimonio Mundial, como lo llama la UNESCO, o Patrimonio de la Humanidad, como lo llama la prensa, algo que suena muy importante, serio y respetable. Hay un Valparaíso de boticas olvidadas, almacenes, galpones, emporios cerrados y edificios incendiados, que ya se fue, y otro que se está yendo, con vitrinas que acumulan polvo y cachureos de dudosa utilidad mientras desde la manzana siguiente llega el inquietante ruido de las máquinas que levantan un hipermercado. Un Valparaíso que los curados usan como baño y donde la decisión de usar las escaleras en vez de los ascensores puede llevar a un tardío arrepentimiento del paseante desprevenido, convirtiendo una simple caminata en una peligrosa travesía a través de un campo minado por desechos de diferentes calibres y hedores.
Hay un Valparaíso pobre, de película neorrealista italiana, repleto de niños flacuchentos, gatos sucios y oxidados tejados de zinc. Hay un Valparaíso creativo, de arquitectos y constructores, profesionales e improvisados, que con todo tipo de recursos le fueron ganando espacio al mar, a los cerros y las quebradas. Hay un Valparaíso amable, de vecinos con una gran cultura cívica, que se prestan las llaves de rejas y puertas sólo para facilitar al señor de al lado que llegue más temprano a su casa y no tenga que darse la vuelta por otro cerro.
Y hay un Valparaíso muy especial, subjetivo e íntimo: el de Rodrigo Gómez-Rovira. El puerto se le incrustó en la retina cuando, después de 45 días de navegación, lo vio desde la cubierta de un carguero polaco, al regresar al país en 1996, tras vivir durante 22 años en Francia. Un Valparaíso del cual se enamoró y donde finalmente decidió quedarse a vivir. El resto de su historia ha sido una prolongación de aquel flechazo, donde siempre ha surgido una experiencia nueva: enamorarse de una artista visual porteña, tener dos hijos con ella y fotografiar el puerto por dentro y por fuera, incluso desde el cielo, viajar por todo el mundo y por todo Chile para regresar acá, siempre acá, a su Valparaíso.
Entusiasmados por la buena acogida que tuvo entre los lectores “Santiago Gráfico”, de Juan Francisco Somalo, le propusimos a Rodrigo que nos llevara de viaje, desde que empieza el día hasta que cae la noche, a través de aquel Valparaíso –el patrimonial y el otro, el no oficial-, lleno de rincones, edificios, personajes populares y gráfica – tipografías, letreros pintados a mano, esténciles y graffiti- que él ha ido descubriendo a lo largo de los años. El resultado es este libro, “Valparaíso Gráfico”, que hoy les presentamos orgullosamente y con el cual les invitamos a maravillarse, porque captura la esencia de los cerros, el plan y el puerto del “Valle del Paraíso”.
GILBERTO VILLARROEL
Editor.
Valparaíso, Octubre de 2009.
Hay un Valparaíso de postal, del que hemos tratado de escapar en este libro, suficientemente retratado y documentado ya en numerosas publicaciones.
Hay un Valparaíso de una belleza épica, que para los conquistadores españoles fue el “Valle del Paraíso”, con cerros jalonados de palmeras y una bahía hermosa –tal vez con demasiados indios, tío, pero nada que un poco de pólvora o una gripe no puedan arreglar, macho, que para eso vinimos a hacernos la América a este rincón alejado de la mano de Dios- que ha resistido maremotos, terremotos, guerras, bombardeos y naufragios. Hay medio millar de barcos hundidos en la bahía y debajo de las actuales calles del plan, melancólicos fantasmas de madera que han sido genialmente dibujados por Lukas.
Hay un Valparaíso de héroes porfiados, como Arturo Prat, que estando con fiebre se levanta de la cama, una noche de mayo de 1875, atraviesa la bahía en un pequeño bote durante un temporal, se lanza al mar y nada entre las olas para subir a bordo de la corbeta “Esmeralda”, donde, amarrado a un mástil, dirige las maniobras para evitar que se hunda, solamente porque todavía no les ha llegado la hora ni a él ni al buque, que se hundirá cuatro años después en Iquique, escalando inmediatamente hasta el top one de los episodios históricos nacionales, lo que mucho después hará que los restos de Prat regresen al puerto, engalanados con capilla ardiente, estatua, homenajes y desfiles incluidos, que perduran hasta hoy y que suelen ser seguidos, en forma marcial, sincronizada y gallarda, por multitudes de perros vagos que cada 21 de mayo marchan a ambos lados de los marinos.
Hay un Valparaíso que ha sido construido y deconstruido literariamente, por plumas privilegiadas como las de Mary Graham, Ruben Darío, Joaquín Edwards Bello y el mismísimo Pablo Neruda, quien alargó su casa de una manera casi orgánica hasta que, alcanzado el quinto piso, pudo conseguir lo que quería: darse el gusto de mirar el Océano Pacífico en toda su amplitud, emborrachar la mirada de azul y sentarse a escribir bien inspirado.
Hay un Valparaíso de picadas, mercados, bares, cafés, hoteles boutiques y restaurantes onderos, donde chilenos de piel morena emborrachan con pisco sour a turistas rubias, colorinas y morenas, esperando pacientemente el momento en que el alcohol les doblegará la voluntad, que en realidad ya venía doblegada desde el avión gracias a los mitos y estereotipos cinematográficos que existen sobre los amantes latinos.
Hay un Valparaíso de moteles y hoteles donde amantes improvisados se hacen promesas que nunca cumplirán y donde parejas con pocas probabilidades de trascender esperan pacientemente el amanecer sobre la bahía para conmoverse con la visión de la aurora, reservada a unos pocos, y luego vuelven a lo suyo, que es amarse hasta que el cuerpo pida una tregua. Hay un Valparaíso de parejas maduras, generalmente europeas, que no tienen problema en repetirse el viaje, de un año para otro, solamente para bailar tango sobre una terraza o mirar los fuegos artificiales la noche de Año Nuevo.
Hay un Valparaíso colisa, como lo llama el escritor Pedro Lemebel, aludiendo a aquellos amores gay, prohibidos, urgentes, que se consuman a la menor provocación, de pie si no queda otra posibilidad, es decir, “a la paraguaya”, en escaleras y cerros.
Hay un Valparaíso dark, ferozmente bohemio, de barrios chinos, casas de puta, con o sin 7 espejos, puticlubs, cabarets y tugurios varios, donde marineros de brazos tatuados llegan a desquitarse de los meses de aburrimiento que han pasado entre containers y tripulaciones cada vez menos numerosas, agrupadas bajo banderas de conveniencia en barcos que parecen edificios.
Hay un Valparaíso que es Patrimonio Mundial, como lo llama la UNESCO, o Patrimonio de la Humanidad, como lo llama la prensa, algo que suena muy importante, serio y respetable. Hay un Valparaíso de boticas olvidadas, almacenes, galpones, emporios cerrados y edificios incendiados, que ya se fue, y otro que se está yendo, con vitrinas que acumulan polvo y cachureos de dudosa utilidad mientras desde la manzana siguiente llega el inquietante ruido de las máquinas que levantan un hipermercado. Un Valparaíso que los curados usan como baño y donde la decisión de usar las escaleras en vez de los ascensores puede llevar a un tardío arrepentimiento del paseante desprevenido, convirtiendo una simple caminata en una peligrosa travesía a través de un campo minado por desechos de diferentes calibres y hedores.
Hay un Valparaíso pobre, de película neorrealista italiana, repleto de niños flacuchentos, gatos sucios y oxidados tejados de zinc. Hay un Valparaíso creativo, de arquitectos y constructores, profesionales e improvisados, que con todo tipo de recursos le fueron ganando espacio al mar, a los cerros y las quebradas. Hay un Valparaíso amable, de vecinos con una gran cultura cívica, que se prestan las llaves de rejas y puertas sólo para facilitar al señor de al lado que llegue más temprano a su casa y no tenga que darse la vuelta por otro cerro.
Y hay un Valparaíso muy especial, subjetivo e íntimo: el de Rodrigo Gómez-Rovira. El puerto se le incrustó en la retina cuando, después de 45 días de navegación, lo vio desde la cubierta de un carguero polaco, al regresar al país en 1996, tras vivir durante 22 años en Francia. Un Valparaíso del cual se enamoró y donde finalmente decidió quedarse a vivir. El resto de su historia ha sido una prolongación de aquel flechazo, donde siempre ha surgido una experiencia nueva: enamorarse de una artista visual porteña, tener dos hijos con ella y fotografiar el puerto por dentro y por fuera, incluso desde el cielo, viajar por todo el mundo y por todo Chile para regresar acá, siempre acá, a su Valparaíso.
Entusiasmados por la buena acogida que tuvo entre los lectores “Santiago Gráfico”, de Juan Francisco Somalo, le propusimos a Rodrigo que nos llevara de viaje, desde que empieza el día hasta que cae la noche, a través de aquel Valparaíso –el patrimonial y el otro, el no oficial-, lleno de rincones, edificios, personajes populares y gráfica – tipografías, letreros pintados a mano, esténciles y graffiti- que él ha ido descubriendo a lo largo de los años. El resultado es este libro, “Valparaíso Gráfico”, que hoy les presentamos orgullosamente y con el cual les invitamos a maravillarse, porque captura la esencia de los cerros, el plan y el puerto del “Valle del Paraíso”.
GILBERTO VILLARROEL
Editor.
Valparaíso, Octubre de 2009.
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