NOTA DEL EDITOR
Un rumano de
Nunca nos dirigíamos a Alejandro Montenegro por su nombre civil. Para nosotros, siempre fue Rufino, el artista, el mago que en la página 1 le tomaba el pulso cada semana a la actualidad nacional, especialmente a la política, palabra que algunos funcionarios de gobierno pronunciaban con la boca chueca, como si fuese un garabato o una enfermedad infecto-contagiosa como el SIDA, que estaba recién apareciendo.
Rufino estaba en todas, diagramando, diseñando, creando los chistes para la página 1, ilustrando alguna columna de Guillermo Blanco o los reportajes de los periodistas, aunque a veces se cabreaba con nosotros y nos decía que estaba demasiado ocupado, sólo por jodernos un rato. Yo también me cabreaba y entonces dibujaba yo mismo los monos para mis notas, aunque al comienzo el pudor y un respeto casi reverencial hacia Rufino me impedían poner mi nombre en los créditos.
Revista terminada, revista despachada a fotomecánica, al mismo edificio en que funcionaba el diario La Época. Un momento de relajo, buena ocasión para picotear algo. Rufino podía engullir dos rumanos y varias cervezas sin arrugarse y quedaba con cara de tener cuerda para rato mientras nosotros, los “pollos de Nacional”, como nos llamaba, vivíamos resfriados por andar reporteando en Metro, en micro, en la calle, inhalando una tóxica mezcla de gases lacrimógenos, contaminación ambiental y la frialdad propia del clima cordillerano de Santiago.
Los viernes por la noche y los sábados por la mañana, los novatos éramos invariablemente vacunados con el turno en fotomecánica, en el centro, para corregir pruebas y terminar de cortar aquellos textos que todavía estaban largos. Una noche, antes del plebiscito del 88, bajando en el ascensor con mi amigo Claudio Mendoza, recuerdo que decidí hacerle una broma aludiendo al gran tamaño de su bolso de natación. “Apunta para otro lado”, le dije, como si llevara una escopeta escondida. Dos sujetos que habían abordado el ascensor en otro piso -uno alto, moreno, que vestía jeans y zapatillas, y otro bajo, rubio, de bigotes, con chaqueta azul y corbata- se miraron al escuchar el comentario. Llegamos al piso 1, se abrieron las puertas, salimos todos a la calle y ambos sujetos abordaron un vehículo de
Llegamos a la esquina, doblamos por Bulnes y una cuadra más allá empezamos a reírnos a carcajadas de la situación absurda que yo había provocado. Estábamos en eso cuando el mismo vehículo llega a toda velocidad, frena en la esquina, a un costado nuestro, casi cerrándonos el paso y, a unos tres metros de nosotros, se bajan los dos sujetos armados, apuntándonos y ordenando que nos detengamos. El grandote de zapatillas lleva una ametralladora, no recuerdo el modelo, y la apunta directo hacia mi estómago, con el dedo en el gatillo. El más pequeño, el líder del grupo, exige que le mostremos el contenido del bolso. Claudio, con desgano, abre el bolso y empieza a sacar una toalla gigante y suficiente algodón como para instalar una clínica clandestina. ¿Para qué tanto algodón?, pregunta el más chico y yo me hago, mentalmente, la misma pregunta. Sangro mucho de la nariz, responde Claudio, a veces sufro de hemorragia. La cosa va de mal en peor así que, en cámara lenta, me llevo la mano a un bolsillo interior y ofrezco mostrarles mi credencial del Colegio de Periodistas. Pe-rio-dis-tas, digo, pronunciando lentamente, porque rima con extremistas y terroristas. Abro la billetera, paso mil veces todos los documentos y, con los nervios, nunca encuentro la credencial. Pero sí aparece mi carnet de identidad. El más chico regresa al auto, cuyo motor el chofer mantiene en movimiento, toma la radio, llama a la central, da mi nombre y minutos después alguien le confirma nuestras identidades. Pueden seguir. La bromita, comenta. Y desaparecen en medio de la noche.
Despachada la revista, para que el lunes estuviese en los quioscos, me iba por las noches a hacer turnos como móvil a
Contado ahora suena extraño y difícil de imaginar, pero nuestra vida cotidiana parecía tomada de aquellas películas ambientadas en
Rufino tuvo la genialidad de entender todo eso y, en años muy difíciles, se atrevió a desafiar al poder a través del recurso más subversivo de todos: el humor. Cuando el terror nos dejaba mudos, él nos mostraba la estupidez, la pequeñez mental y las limitaciones de aquellos “sapos” de anteojos oscuros que prosperaban en dictadura y que en democracia demostraron ser hierba mala, de esa que nunca muere, reciclándose hasta este mismísimo año 2009 en impresentables comisiones de servicio dentro del Ministerio de Defensa, pagadas, por supuesto, con nuestros impuestos. ¿Se ríen de nosotros? Riámonos de ellos, era la consigna de Rufino.
“Plumas poderosas” llamó la revista Time, en un artículo de portada, a aquellos dibujantes que, como Rufino y Hervi, fueron, en los 80, los tábanos en la oreja de dictadores y regímenes de derecha. Hemos respetado en este libro las fechas originales de publicación de cada dibujo, un buen referente para aquellos adolescentes mayores de 40 que leerán el libro y podrán recordar en qué estaban entre el plebiscito del 80 y el cambio de mando de 1990. Para los menores de 40, esperamos, será también una referencia arqueológica interesante. “¿Y por qué no se ríen también de las chambonadas de los demócratas?”, preguntará más de alguno. No se preocupen. Sobre eso voy a conversar ahora con Rufino. Pero primero nos beberemos unas cervezas y las acompañaremos, seguramente, con un rumano.
GILBERTO VILLARROEL
Santiago de Chile
Diciembre de 2009.
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