lunes, 2 de enero de 2012

El 29 de abril concluye la muestra "Humor en Estado de Sitio"


SANTIAGO. El próximo 29 de abril concluye, en el Hall del Centro de Documentación del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, la muestra "Humor en Estado de Sitio", que incluye el trabajo de seis dibujantes chilenos, entre ellos Alejandro Montenegro, Rufino, cuyas obras fueron recopiladas en 2009 por Midia en el libro "Civiles No Identificados". El libro se encuentra a la venta en las principales librerías de Chile y también en la tienda de libros del Museo de la Memoria.

A continuación el prólogo de este libro:

NOTA DEL EDITOR

Un rumano de la Fuente Alemana y una cerveza eran los máximos lujos permitidos en la austera redacción de la casona que ocupaba la revista Hoy, en calle Monseñor Müller, en la comuna de Providencia, a fines de los 80. Para merecer estos verdaderos lujos asiáticos tenían que confluir varias circunstancias felices: que fuese viernes, que fuese un viernes de fin de mes y que, ojalá, los sueldos se hubiesen pagado puntualmente aquel fin de mes. Si se alineaban los astros y esto ocurría, eran muchas más llevaderas las jornadas de cierre de la revista, porque los viernes siempre había que quedarse hasta más tarde. Los reporteros más novatos transpirábamos tinta para redondear las hipótesis de nuestros reportajes investigativos y corríamos desde el segundo piso hacia un tercer piso que más bien parecía una buhardilla, con nuestras obras maestras, recién salidas de la máquina de escribir, con la denuncia demoledora que por fin, ahora sí, provocaría la caída de Pinochet y le entregábamos nuestras carillas a un enorme director de arte, bigotudo, moreno, algo cascarrabias, que se burlaba de nuestras pretensiones de poner 400 palabras ahí donde sólo cabían 200.

Nunca nos dirigíamos a Alejandro Montenegro por su nombre civil. Para nosotros, siempre fue Rufino, el artista, el mago que en la página 1 le tomaba el pulso cada semana a la actualidad nacional, especialmente a la política, palabra que algunos funcionarios de gobierno pronunciaban con la boca chueca, como si fuese un garabato o una enfermedad infecto-contagiosa como el SIDA, que estaba recién apareciendo.

Rufino estaba en todas, diagramando, diseñando, creando los chistes para la página 1, ilustrando alguna columna de Guillermo Blanco o los reportajes de los periodistas, aunque a veces se cabreaba con nosotros y nos decía que estaba demasiado ocupado, sólo por jodernos un rato. Yo también me cabreaba y entonces dibujaba yo mismo los monos para mis notas, aunque al comienzo el pudor y un respeto casi reverencial hacia Rufino me impedían poner mi nombre en los créditos.

Revista terminada, revista despachada a fotomecánica, al mismo edificio en que funcionaba el diario La Época. Un momento de relajo, buena ocasión para picotear algo. Rufino podía engullir dos rumanos y varias cervezas sin arrugarse y quedaba con cara de tener cuerda para rato mientras nosotros, los “pollos de Nacional”, como nos llamaba, vivíamos resfriados por andar reporteando en Metro, en micro, en la calle, inhalando una tóxica mezcla de gases lacrimógenos, contaminación ambiental y la frialdad propia del clima cordillerano de Santiago.

Los viernes por la noche y los sábados por la mañana, los novatos éramos invariablemente vacunados con el turno en fotomecánica, en el centro, para corregir pruebas y terminar de cortar aquellos textos que todavía estaban largos. Una noche, antes del plebiscito del 88, bajando en el ascensor con mi amigo Claudio Mendoza, recuerdo que decidí hacerle una broma aludiendo al gran tamaño de su bolso de natación. “Apunta para otro lado”, le dije, como si llevara una escopeta escondida. Dos sujetos que habían abordado el ascensor en otro piso -uno alto, moreno, que vestía jeans y zapatillas, y otro bajo, rubio, de bigotes, con chaqueta azul y corbata- se miraron al escuchar el comentario. Llegamos al piso 1, se abrieron las puertas, salimos todos a la calle y ambos sujetos abordaron un vehículo de la Policía de Investigaciones, en el cual los esperaba un chofer. Quedamos helados y pasamos frente a ellos sin decir nada.

Llegamos a la esquina, doblamos por Bulnes y una cuadra más allá empezamos a reírnos a carcajadas de la situación absurda que yo había provocado. Estábamos en eso cuando el mismo vehículo llega a toda velocidad, frena en la esquina, a un costado nuestro, casi cerrándonos el paso y, a unos tres metros de nosotros, se bajan los dos sujetos armados, apuntándonos y ordenando que nos detengamos. El grandote de zapatillas lleva una ametralladora, no recuerdo el modelo, y la apunta directo hacia mi estómago, con el dedo en el gatillo. El más pequeño, el líder del grupo, exige que le mostremos el contenido del bolso. Claudio, con desgano, abre el bolso y empieza a sacar una toalla gigante y suficiente algodón como para instalar una clínica clandestina. ¿Para qué tanto algodón?, pregunta el más chico y yo me hago, mentalmente, la misma pregunta. Sangro mucho de la nariz, responde Claudio, a veces sufro de hemorragia. La cosa va de mal en peor así que, en cámara lenta, me llevo la mano a un bolsillo interior y ofrezco mostrarles mi credencial del Colegio de Periodistas. Pe-rio-dis-tas, digo, pronunciando lentamente, porque rima con extremistas y terroristas. Abro la billetera, paso mil veces todos los documentos y, con los nervios, nunca encuentro la credencial. Pero sí aparece mi carnet de identidad. El más chico regresa al auto, cuyo motor el chofer mantiene en movimiento, toma la radio, llama a la central, da mi nombre y minutos después alguien le confirma nuestras identidades. Pueden seguir. La bromita, comenta. Y desaparecen en medio de la noche.

Despachada la revista, para que el lunes estuviese en los quioscos, me iba por las noches a hacer turnos como móvil a la Radio Cooperativa. Una noche, un día de semana, me llaman para un turno corto de dos horas. Venía saliendo de la revista. Paso por Il Succeso, me inyecto un fanshop para el calor y un lomo italiano como cena y llego a la radio, a una jornada que promete ser tranquila. Teléfono. Bombazo en el Panorámico. Subo al móvil de la radio, llego al lugar a los cinco minutos. Sangre en la fachada, hasta el segundo piso. Pequeños trozos de huesos humanos dispersos sobre la vereda y la calle. Despacho en vivo, en el informativo de medianoche. Una jornada espeluznante.

Contado ahora suena extraño y difícil de imaginar, pero nuestra vida cotidiana parecía tomada de aquellas películas ambientadas en la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. Mucha gente llevaba una vida normal, como si nada ocurriera: andaban en bicicleta, hacían el amor, mandaban a los niños del colegio, pero si te salías un poco de la fila te caían encima los nazis y te sacaban la cresta. Así funcionaba la cosa.

Rufino tuvo la genialidad de entender todo eso y, en años muy difíciles, se atrevió a desafiar al poder a través del recurso más subversivo de todos: el humor. Cuando el terror nos dejaba mudos, él nos mostraba la estupidez, la pequeñez mental y las limitaciones de aquellos “sapos” de anteojos oscuros que prosperaban en dictadura y que en democracia demostraron ser hierba mala, de esa que nunca muere, reciclándose hasta este mismísimo año 2009 en impresentables comisiones de servicio dentro del Ministerio de Defensa, pagadas, por supuesto, con nuestros impuestos. ¿Se ríen de nosotros? Riámonos de ellos, era la consigna de Rufino.

“Plumas poderosas” llamó la revista Time, en un artículo de portada, a aquellos dibujantes que, como Rufino y Hervi, fueron, en los 80, los tábanos en la oreja de dictadores y regímenes de derecha. Hemos respetado en este libro las fechas originales de publicación de cada dibujo, un buen referente para aquellos adolescentes mayores de 40 que leerán el libro y podrán recordar en qué estaban entre el plebiscito del 80 y el cambio de mando de 1990. Para los menores de 40, esperamos, será también una referencia arqueológica interesante. “¿Y por qué no se ríen también de las chambonadas de los demócratas?”, preguntará más de alguno. No se preocupen. Sobre eso voy a conversar ahora con Rufino. Pero primero nos beberemos unas cervezas y las acompañaremos, seguramente, con un rumano.

GILBERTO VILLARROEL

Santiago de Chile

Diciembre de 2009.


No hay comentarios: